Dos Rios. Cuento

Jose Luis Monforte. Long River Taichi España. AvilesEsta es la historia de dos ríos. Uno de ellos, de nombre Yang Tsé, o río amarillo, está entre los más importantes del mundo. Al otro, nadie se molestó en ponerle nombre, así que lo llamaremos Hsüan, que significa escondido. Yang Tsé nació del matrimonio de un enorme glaciar y una montaña orgullosa en el centro del mundo, y aún en la tierna infancia era fuerte, brincando con energía de peña en peña.

Cuentan que una vez una cordillera se interpuso en su camino y el niño Yang Tse la partió en dos sin inmutarse. Por su parte, Hsüan llegó al mundo arrastrándose como un mísero hilo de nieve fundida, sucia y enfangada, en un anónimo monte del norte de China. Rápidamente se dio cuenta de que su vida iba a ser corta. El Océano podía divisarse desde la cumbre del monte.

El río amarillo pronto descubrió que estaba destinado a forjarse un destino glorioso. Muchos afluentes le ofrendaban su agua, y pronto el mugido de una vaca no se podía oír de una orilla a otra. Mientras tanto, Hsüan se lastimaba precipitándose desde una roca sobre un lecho de piedras afiladas. Una de sus pocas alegrías en aquella época fue nutrir un hermoso matojo de flores de montaña a los pies de la cascada, que fueron prontamente masticadas por un rebaño de cabras montesas (Unas flores simplemente deliciosas, con un retrogusto dulcemente afrutado, a decir de las cabras).

El orgulloso Amarillo empezó a ver mundo, pasó por tierras de belleza mágica, brindó su vapor a centenares de fieros soles y su hielo a la luna azul. Profundas raices se hundieron en su lecho, y bestias formidables lo miraban pasar maravilladas. El los nutrió a todos con generosidad. Incluso los hombres empezaron a instalarse en sus fértiles orillas.

El único ser humano que Hsüan vio en su vida fue el pastorcillo que cuidaba el rebaño de cabras. “¡Quizá este muchacho me de un nombre!” pensó esperanzado Hsüan, pero no fue así. Sin decir palabra, el muchacho abrió sus pantalones y bautizó al riachuelo con un copioso chorro de pis, para su indignación (Y también la de una cabra que bebía un poco más abajo, y que se tomaría cumplida venganza meses más tarde mordiéndole sus partes. Las cabras pueden ser muy rencorosas).

A la vez que Yang Tse reía veloz haciendo gráciles curvas por las llanuras, Hsüan se estancó desesperado en una oscuro pozo durante años, hasta que lo rebosó y pudo seguir cansinamente. Una familia de ranas se mudó años más tarde a la charca, muy espaciosa, amueblada con nenúfares y hermosas vistas al mar.

Yang Tse descubrió que dominaba el destino de todos los seres de la creación. Si a voluntad inundaba una llanura, muchos morían, pero al descender la crecida los cadáveres eran un abono riquísimo para los cultivos. La vida de rocas, plantas, animales y hombres estaba a su merced. Se sentía como un Dios.

“Parece que ya se ve la orilla del océano ... espero que mi fin al menos sea tranquilo”. Pero al desafortunado Hsüan le esperaba otra sorpresa. De repente, la tierra se hundió bajo sus pies y cayó en la oscuridad total. Sólo sentía el roce de las ásperas paredes de una caverna. “¡No puedo ver! ¡No se hacia donde ir!” Gritó un eco desesperanzado. Pasó mucho tiempo a oscuras, inmóvil, y el fango que traía de la montaña se decantó al fondo. Entonces, de lo más hondo de su amargura, surgió la transparencia; se abandonó y se dejó fluir. La caverna le guiaba, todo lo que tenía que hacer era dejarse llevar más y más rápido, más y más lejos, hasta que al fin, las paredes desaparecieron.

El Dios Yang Tse, o asi le gustaba llamarse, convocó a cientos, miles, millones de fieles. Formaron pueblos, luego ciudades, y finalmente las metrópolis se agolpaban en sus orillas. Yang Tse empezó a inquietarse, porque cada vez eran más numerosos y empezaban a recordarle un enjambre de avispas enfurecidas. Los hombres, atraídos por la riqueza del Río Dios, empezaron a envenenarlo, cada vez con ponzoñas más letales. Sus fieles se convirtieron en verdugos. En la actualidad el cadaver del Yang Tse fluye podrido y pestilente en el Océano Pacífico.

Hsüan dejó de sentir las paredes de la cueva, que desembocaba varias leguas mar adentro, en el lecho marino. Sus aguas se fundieron en la inmensidad eterna del abrazo del Abuelo Océano.

Epílogo: Las aguas de Hsüan fueron paladeadas por una tribu de besugos, cuyo miembro más sensible y pomposo no dejaba de asegurar a todo el que quisiera escucharle: “Ejem... Si bien son excelentes, tienen un cierto regusto a pis”.

-- José Luis Monforte